Rompecabezas

No sabía por qué le importaba, pero hubiera podido decir el momento exacto en que había empezado. Tal vez saberlo era una forma de aferrarse a lo de antes, de colgarse del borde de un abismo o más bien de un umbral: los dedos duros, el miedo a volar en las alas, atrás, muy lejos de la cabeza tensa.
Pero si había un principio detectable, se decía a veces (no con estas palabras; las palabras, todas, son mías y yo tuve otra historia), era porque todo eso tenía que ser algo grande. Y sin embargo, cuando miraba alrededor, no veía que las cosas hubieran cambiado mucho. Ahí estaba la colcha verde oliva, el Mickey de las cortinas (ya era demasiado grande para eso, pero los padres nunca entienden eso), el placard con la foto del caballo en la puerta. El mapa de la república, grande, en colores, a un costado.
Todo en su lugar, sí.
Pero no todo. Se buscaba en el espejo y pensaba Es la adolescencia. Mamá le decía eso: Es la adolescencia y ¿qué hubiera sido mejor que creerlo?. Mamá decía, la voz tensa y firme, tan tensa que parecía a punto de romperse: No te preocupes. Le pasa a todo el mundo.
Mamá también estaba cambiada. Buscaba huellas en el aire, en los libros, en las conversaciones. Como un perro, seguía un rastro.
Mamá tenía razón. Todo estaba igual, pero de pronto, desde ese momento que podía marcar en el calendario y en el mapa con la precisión de un cronómetro y una brújula (el lunes 16, en el subte, a las 6 y media), era otra persona. Alguien levemente corrido, como si hubieran deformado su imagen apenas, un detalle, otro corte de pelo.
Algunas cosas habían dejado de interesarle.
1.Los chismes, por ejemplo. Los oídos se le cerraban cuando veía venir las conversaciones vacías, las informaciones falsas, las risitas, los colores enredados en insinuación y silencio. Buscaba libros, películas, vidrieras en las que refugiarse, caras a las que preguntar la hora o una dirección que ya conocía. Si alguien le pedía una opinión, un comentario agudo, contestaba: Perdón, no te estaba escuchando. Había estado en el centro de todo y de pronto, el centro era como una cárcel. Dolía en los nudillos.
2. El deporte. Había sido pasión antes. Días de esperar el sábado y los partidos y los gritos y las puteadas feroces que nunca decía verdaderamente en serio. La competencia. La palmada de papá en el hombro (el deporte conmovía a papá hasta las lágrimas), ese orgullo que le llenaba el pecho como un chocolate caliente en la madrugada. Sólo por eso habría valido la pena. Y ahora, hasta la palmada era un insulto, una especie de humillación tranquila. Una vez, hasta se había dado vuelta a mirar a papá y había dicho algo entre dientes, un; Pero en lo demás no te fijás nunca que no estaba pensado para que nadie lo escuchara. Papá había dicho: ¿Qué?, un ¿Qué? conocido que, en general, terminaba en bofetada pero estaban en público, en el club, y no había pasado nada.
En lo demás no te fijás nunca. Por ejemplo, en que las cuentas, la ciencia, le salían mucho mejor que la gimnasia; en que tenía un color de ojos inédito en la familia, labios nunca vistos, otra altura. Estaba tan lejos de papá que papá no veía. Ahora el deporte era el lugar del desencuentro.
3. Las fiestas. Le habían gustado y mucho. La noche repentina, tibia de septiembre. Salir. Escaparse de la habitación, de los deberes, de la secundaria. Ser otros en grupo, copar esquinas y recorrer cuadras cuando ellas también eran otras, bajo la luz irreal de los faroles. Pero después del subte, después del lunes, la noche era miedo. Había empezado a mirar hacia atrás cuando doblaban sobre el empedrado, a escudriñar dentro de los autos, buscando. Le parecía que la noche le devolvía ciertas imágenes extrañas que no quería entender ni recordar del todo. Las esquivaba en las calles como se esquivan los charcos después de la lluvia (yo esquivo los charcos, sí, tal vez la historia no debería dejarme entrar de vez en cuando; a mí, con un pasado que fue así pero no fue así en absoluto, me hace falta el agua sucia, el reflejo plateado de mi cara entre adoquines desparejos. Por eso, entro: muevo las piernas de mi personaje y esquivo el charco, o tiro una piedra diminuta con sus manos y mi cara se dividide en cien sobre si hombro).
No todo era malo. Con su manía de hacer balances, eso también estaba claro.
1. Estaban los diarios, por ejemplo. Antes de ese lunes, el diario había sido solamente una conquista de mamá, algo que ella había pedido y conseguido, toda una hazaña. Papá los odiaba. Lógico. Los diarios eran lentos. No había colores ni aventuras en esas páginas blandas que duraban exactamente un día, como una mariposa, y después, morían entre huevos nuevos o vasos rotos. Lo que había cambiado era lo de Lógico. Porque ahora, desde el subte, había dos conversos en la familia. Ahora, miraba diario tras diario en las manos de los otros. Leía títulos y notas y cartas en los colectivos, en las plazas, en los trenes. No era un cambio difícil de entender. El momento mismo --el lunes marcado con cronómetro, el subte marcado con brújula-- había tenido que ver con un diario. Así que después de ese lunes, se había dicho que, tal vez, un diario volvería las cosas a su sitio. Se lo había dicho al principio, cuando todavía podía engañarse un poco; se lo había dicho mil veces después, cuando ya sabía que eso era imposible. Ahora, los diarios le gustaban: había descubierto que del otro lado de las páginas grandes y dobladas había algo más que letras. Había descubierto historias. Tragedias. Llamados. El mundo fragmentado, dividido en columnas y fotos, el mundo entero entre las manos, cada mañana. (A mí me pasó más adelante, con la lentitud de las vidas fáciles, sin sacudones, sin precipicios. Vi los precipicios a mi alrededor, claro, hablé de ellos en voz baja, en la cena, los supe. Pero apenas me rozaron. Yo no cambié tan rápido.)
2. Estaban las caras. Porque desde ese día en el subte, desde ese preciso momento, empezó a mirar las caras de la gente. No cualquier cara, por supuesto. En lugar de pasar los ojos ciegos sobre un colectivo o un vagón de tren o una cuadra en el centro, buscaba gente de la edad de su abuelo, el “general”, como le decían. Por ejemplo, antes de bajar, ese lunes, en el subte, había visto una frente ancha, dura como una piedra, tallada por el tiempo y tal vez la vida (no vio la diferencia, ni siquiera pensó en ella: era demasiado joven; y eso es difícil de imaginar para mí. Yo no tengo un principio para las caras, las miré desde siempre, siempre las supe en el mundo y siempre imaginé una historia atrás, un pasado instantáneo), y había pensado en la carta del diario. Una cara de mujer, los ojos casi perdidos pero directos, valientes (diría yo, si ésa no fuera una palabra de hombres más que de mujeres), llenos de búsqueda. Ése era el cambio, sí: ahora buscaba también, sin darse cuenta, sin querer, como se respira sin querer. La búsqueda se había transformado en algo automático y gozoso, en esperanza. Pero, ¿de qué?, si había creído que lo tenía todo.
3. ¿Era bueno o malo quedarse en el aire en medio de una clase? Costaba caro, sin duda. De pronto, desde ese lunes, ya no tenía buenas notas. A mamá no le importaba (nada de la escuela le importaba demasiado a mamá) y papá no tenía por qué enterarse pero... A veces, en los segundos que robaba a las explicaciones y los deportes y los ejercicios, esos instantes de excursión por caminos secretos, encontraba algo, rápidos momentos de espanto infinito, de infinito cariño, como los momentos que se fijan en la retina bajo las lámparas estroboscópicas de los bailes. Momentos agudos como un cuchillo, estudiados. Momentos que eran de una verdad tan filosa como si fuera falsa. Y lo era. Lo era. La verdad filosa de los sueños, hubiera dicho (si hubiera tenido mis palabras).
En medio de lo bueno y lo malo, estaban los otros, los cambios que no podía clasificar en ningún balance y que, por alguna razón, siempre le venían primero a la mente. Pero cuando el vértigo le doblaba los puños y le cerraba los ojos, pensaba: Bueno, en realidad, no pasa nada. No va a pasar nada. Todo está igual que antes de ese lunes.
Y entonces, por ejemplo, aparecía el teléfono. Un aparato inocente que siempre había lo servido como decían las películas que sirven los robots, sin rebeldías y que como los robots de las películas, se rebelaba de pronto. Porque sabía el número, esa excusa no era posible. No servía: los siete números de la carta le bailaban detrás de los ojos, inalterables, como si se los hubieran tatuado en la retina con tinta roja. Había momentos, cuando no había nadie en casa, que los números y el teléfono trabajaban contra su paz en silencio pero con una fuerza inalterada y paciente. Aquí estamos, le decían.
Y sí, también esa pasión por pensar, a solas. Ese aislarse que nunca, nunca había sido suyo antes. Huía de los que habían sido sus amigos por un diario, por una cara, por unos números, por una noticia. Se estaba convirtiendo en una versión del Gordo Ramírez, el Gordo Morboso, siempre prendido a los policiales. El Gordo, que recitaba el número de puñaladas del último cadáver de las noticias de la televisión, la posición de las manos atadas, la expresión de los ojos ciegos. ¡Por Dios! Si se había reído de él con los demás, con las chicas, con los chicos, el dedo tenso, directo hacia la cara redonda: Gordo Morboso, Gordo Morboso, le gritaban. Y un día después de ese lunes, había dejado al grupo en medio de las risas y las confidencias y se había puesto a mirar la nada por la ventana de la confitería. La soledad se había arremolinado a su alrededor de pronto, como una capa fría, la capa que también llevaba el Gordo y que siempre le había parecido tan lejana, tan de otros.
Y eso no era lo único, no. Ningún balance contenía todo, en el fondo. Porque estaban las fotos.
Las fotos no eran ni buenas ni malas. No le daban ni placer ni angustia. Si hubiera querido buscar una forma de explicarlas, habría dicho que eran una necesidad. Una necesidad imperiosa. Todos los días, de noche, bien de noche (había algo en mamá que hacía que tuviera que ser de noche, cuando la puerta de su dormitorio tenía permiso para estar bien cerrada y en la casa inmóvil, ni siquiera las cortinas se atrevían a moverse), sacaba el álbum del estante y buscaba. Sabía lo que estaba buscando (desde ese día en el subte, lo sabía bien) y había una parte de su mente que sabía que no iba a encontrarlo pero buscaba. Veía la casa vieja, la familia en la mesa, en el campo, junto a los caballos del regimiento, en un picnic en el río, en San Fernando. Siempre las mismas fotos. Una foto, una sola, de mamá con un bebé en brazos. Más atrás, nada. Ni siquiera un vestido suelto, un rumor de pantalones amplios, una cintura más ancha.
Todo eso, todo (el resumen, hubiera dicho mi personaje desde su compulsión de números y listas: los diarios, las caras, las distracciones, el desprecio por los deportes, los amagues de discusión con papá, la forma en que se negaba a ir a las fiestas, hasta la mano tendida hacia el teléfono con un número en mente) había empezado en el subte. ¿O no? A veces, tenía miedo de ir más atrás, de que hasta esa certeza, la del comienzo, fuera ambigua, falsa en el fondo.
¿Por qué había leído esa carta de lectores sobre el hombro de la pasajera? ¿Acaso ya había empezado a leer diarios sin saberlo, en sueños casi? No parecía un misterio importante, pero por alguna razón era amenazador, tronaba como una nube de tormenta sobre las noches de insomnio de aquellos días (yo creo que era importante, claro, pero no sé cómo hubiera reaccionado en esa historia. Los orígenes siempre me parecieron tranquilizadores, pero ahí, en ese espacio específico, entiendo el miedo, desde lejos).
Había sido así:
Iba a ver a Alberto. A Alberto le gustaba la lengua y le podía explicar algo para la prueba. En el subte repleto, la cabeza se le sacudía con el ritmo de las ruedas mientras detrás de las ventanillas pasaban las serpientes de la electricidad, que en la infancia habían sido pura pesadilla, terror puro, y que a veces, volvían en los sueños transformados en otra cosa, otro aparato, como si evolucionaran de gusano a mariposa feroz, a buitre, a dragón furioso.
La vieja de anteojos viajaba hundida en el asiento con los ojos fijos en las letras diminutas, sin una sonrisa.
Las letras. Lo que había en ellas. El paso de una cosa a la otra había sido el principio. O más bien, quería que ése hubiera sido el principio porque entonces, todo eso habría sido solamente un error, una obsesión absurda, algo efímero que olvidaría al año siguiente.
¿Volvería a leer más allá de las letras, ahora que sabía? Desde este otro lado del cambio, ¿no hubiera sido mejor dar vuelta la cara hacia la ventanilla y concentrarse en las estaciones, en los túneles, en la nada del viaje hacia un lugar demasiado conocido? ¿O en el dibujo de las letras solamente, en el nivel más elemental de la carta, ese a-m-i-n-i-e-t, etc.?
No lo sabía. Tal vez sí. Pero tal vez no. Tal vez... Lo que sabía era que desde esa carta, el mundo de la casa cercada, del permiso para cerrar la puerta después de las 10 de la noche, del orgullo en los ojos del padre por el deporte, había estallado en mil caminos posibles. Y ahí estaba, en la parálisis absoluta del cruce de muchas calles, en la duda de las direcciones.
Para olvidarse, se obligaba a mirar por las ventanillas de los colectivos, hacia afuera, donde las caras no existían. Se atiborraba de novelas policiales, una detrás de otra, como el Gordo Morboso, digería asesinatos o ponía la radio en FM, en las estaciones de música pura donde apenas si decían la hora y la temperatura de vez en cuando.
Servía, servía pero no por mucho tiempo. Los diarios, las fotos, el teléfono, las caras eran inevitables.
Tal vez desde antes de ese lunes. Y tal vez por eso, había leído el diario de la vieja.
Cambio: El vagón desapareció detrás de las letras.
Cambio: Se imaginó a los diez, a los ocho, a los tres. Imaginó a mamá. A papá. Puso su propia imagen junto a la de ellos, con cuidado, como si algo fuera a romperse. Pensó en las bromas de algunos sobre su pelo enrulado. Sobre su altura. En la desilusión del general, el abuelo, porque él no había pegado el estirón que le prometían desde siempre.
Leyó. Era la carta de alguien que no conocía dirigida a alguien que no quería conocer. La leyó dos, tres veces. La leyó hasta que la mujer se bajó en Diagonal Norte.
No fue a casa de Alberto. Caminó hasta la puerta del vagón como en sueños, bajó en Avenida de Mayo y compró el mismo diario en el quiosco de la estación. Después buscó un teléfono público. Y mintió.
--Tengo fiebre, Al. No puedo ir. Disculpáme –dijo en el tubo con una voz extraña. Al dijo: Voy a tu casa si querés. Pero él dijo: No. Y una excusa cualquiera. A la mierda la prueba de lengua. Quería volver a casa, quería releer la carta. El problema era que, por alguna razón más allá del odio de papá contra los diarios, la casa era un lugar imposible.
Mejor una plaza. Cualquier plaza. Se sentó en un banco frío, duro, de cemento, y leyó de nuevo. Se sabía la carta de memoria cuando dejó las hojas sobre las rodillas y miró los árboles. Los árboles habían visto todo, pensó (yo siempre pienso en lo que habrá visto la palmera de mi barrio, la infinita, más joven que yo después de tantos años). Pensó despacio, en la mujer de la carta, que no sabía si su nieto era varón o nena. Que apenas si tenía una fecha. Un origen tentativo. Se parecían, sí. Seguramente, esa mujer también miraba fotos truncadas, pero no hacia atrás sino hacia delante. Como un rompecabezas.
No se atrevió a imaginarse a su hija.
De eso, ya hacía dos meses.
Balance: (siempre balances, sin fechas claves, balances que no podían esperar a fin de año) 1. La casa seguía a su alrededor como un velo oscuro, como un capullo de gusano de seda. Cómoda. Imposible. 2. Mamá rondaba a su alrededor, alerta, los ojos vacíos. 3. Todas las palabras eran peligrosas. 4. Papá, como siempre, miraba hacia afuera, de pie sobre los tanques, al enemigo.
Pero si no quería, no pasaría nada más. Se lo repetía cuando cerraba la puerta en las noches y ponía los ojos en el álbum, sobre el estante. Cuando dejaba las páginas de los diarios abandonadas en las plazas, lejos de la frontera de la puerta de entrada.
Se lo repetiría dentro de un rato, cuando todos salieran y tuviera que sentarse otra vez frente al teléfono, la mano en el aire, los siete números en un círculo de danza detrás de los ojos.
Márgara Averbach
(1er Premio del Concurso de Cuentos de H.I.J.O.S. y Abuelas de Plaza de Mayo, 2001).

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